1
Dejo correr el disco hasta que termine. Últimamente me acuesto en el sofá de la sala y dejo que el reproductor lance canciones al azar. Pasa una, pasa otra. No le presto atención a ninguna; solo es ruido para mitigar mi intranquilidad. Esta noche suena Psychocandy de Jesus and Mary Chain. A veces he fantaseado con que si un día la voluntad trae mi muerte que la música que suene de fondo en loop sea esta. No quiero que el disco termine. Después de la última canción ya no tendré en qué ocuparme. Pero ocurre, termina y decido salir a caminar. Vivo en Parque Central. Son casi las 9 p.m. y mi cabeza es un hervidero. Es el viernes que termina una semana de inquietud tal vez exagerada. Exagerar. Cuando no quedan más atributos que hallar en una ciudad como la nuestra o en la vida propia lo único que queda es exagerar. Tomo las llaves y salgo de mi apartamento. No pienso en los riesgos que, cuentan, corremos por la insolencia de querer pasear por nuestras calles.
Salir a caminar un rato quizá me alivie. Llegar hasta Subway de El Rosal y comer hasta que las sillas volteadas sobre las mesas me indiquen que ya debo irme. Esta noche los empleados toman formas menos discretas: pugnan a gritos entre ellos para ver quién cierra la caja, suben la música hasta el borde de la sordera y recuerdan con mofa a algún cliente del día. Gritar. Burlar. Cuando pasas todo un día recibiendo órdenes de cientos de personas los últimos treinta minutos de la jornada deben ser los más esperados para recobrar el orgullo.
2
Camino hasta Chacaíto y me siento en plaza Brión para observar a la gente que la ha adoptado como suya: parejas sin dinero ni espacio propio que aprovechan la oscuridad para llevar una mano indiscreta sin ser juzgada, vagos que hurgan en la basura la comida aún fresca y putas que empiezan a conquistar una esquina.
Pasa a mi lado un joven predicador que anda entregando volantes para su iglesia: me mira y sigue de largo hasta interrumpir el silencio de otra persona. Solo busca almas que tengan remedio.
3
Transcurren unos minutos. Un joven desarrapado salta las cadenas de Beco, se sienta junto a las escaleras mecánicas apagadas y saca de su bolsillo una pipa de crack. No lo juzgo. En cierta medida huimos de realidades. Me levanto y camino en dirección a Sabana Grande. Un antiguo cine ha sido tomado por una poderosa iglesia evangélica. Enfrente la feria de comida Broadway me conduce a mi infancia cuando los domingos mi mayor preocupación era elegir el restaurante de turno. Ahora un casino o bingo ha ocupado los lugares y los trabajadores, con esos ridículos trajes de colores, se arremolinan en la salida. La jornada ha concluido para algunos y entre gritos de felicidad planifican la rumba de la noche: ir a beber o bailar salsa o vallenato en alguna discoteca de la avenida Solano. Claro, es día de paga y hay que hacer uso de ese dinero. La semana que viene es aún lejana, la preocupación por no tener un centavo durante esos días puede esperar.
Llego hasta la esquina, el semáforo peatonal está en rojo, me detengo, observo el edificio en cuya planta de día hay un restaurante. De noche se abren las puertas del Volta, donde hombres entran y salen buscando placer barato. Una motocicleta de la policía estacionada indica que son permisivos o que cobran por la seguridad. Siempre he creído que si los policías son arrastrados al crimen es por el abandono al que son sometidos. Así son mis pensamientos: erráticos, compasivos, indulgentes.
El olor a basura pegada en las aceras me irrita y me produce náuseas. Decido regresar a Chacaíto y entro a la estación de Metro y sorpresa: el parlante anuncia que el retraso de más de quince minutos se debe a que un desequilibrado ha entrado a los túneles. Minutos después una voz diferente indica que por problemas eléctricos causados por el nuevo apagón general debemos desalojar la estación. La improvisación se ha apoderado del Metro incluso para mentir. Maldita sea. Salgo y los taxis de la línea no dan abasto a la demanda. Pienso en Cayayo cantando «he decidido escapar de esta ladilla de ciudad, escapar, a otro lado». ¿Cuál es ese lado que nos espera lejos de esta Caracas negra que se hace chica, asfixiante, malandra?
Entonces camino, no hay más remedio que cruzar el bulevar de Sabana Grande. Cuando estás abstraído en tu propio infierno no piensas en la famosa peligrosidad de las calles. Incluso a veces he soñado en salir a buscar pelea. Molestar a algún borracho o intentar entrar a la fuerza a un bar. Que te apuñalen es mejor que ahorcarse. La reencarnación y el karma son siempre opciones que no se pueden despreciar.
Es una noche cabilla: el Caracas FC ha jugado un partido adelantado y los fanáticos se esparcen por las proximidades del estadio olímpico. Es un grupo bullicioso, aunque el equipo no haya ganado. Se concentran frente al McDonald’s de Plaza Venezuela niños con sus padres. Para mí la ubicación es diferente: se concentran sin saberlo frente al Bar-Hotel Tiburón, bar de chicas donde se grabó El pez que fuma.
4
Tantas noches para caminar y he elegido esta del caos. Noche del caos. Caracas negra. Un tipo extraño se me acerca y me pregunta la hora. Subo mis mangas para indicarle que no llevo reloj. Se marcha. Sobre nosotros se levanta la torre La Previsora con su enorme reloj electrónico que marca la medianoche. Quizá me analizaba para un robo. De ser así perdí la oportunidad que buscaba de pelea. Por fin pasa un taxi y estiro la mano: como siempre ocurre, la solidaridad de los taxistas huye cuando el Metro colapsa y el precio que me da triplica la tarifa normal. Detengo otro, luego otro; espero al taxista menos deshonesto y entonces subo.
El taxista me cuenta generalidades: las fallas del metro cada vez más continuas, la política, temas que son de su interés en este momento pero yo ni siquiera finjo ni me interesa fingir que le presto atención. Miro en cambio las luces de la fuente de Plaza Venezuela. Un vago está dormido a mitad de la plaza. Sobre él hay un cartel de Caracas segura o algo así. Imagino cuánta gente se abstiene de salir a caminar por Caracas porque sienten la hoja del cuchillo en la garganta. En ese momento me veo a mí mismo: salir a caminar me ha costado mucho. Tal vez mañana vuelva a caminar. No lo sé. Esta ciudad se empeña en alejarnos de ella. Quiero escapar a ese otro lado. Pero ¿para qué? Sabemos que queremos irnos pero hace tiempo que sabemos también que no hay adónde llegar. Todo es tan miserable.
Caracas, 06 de septiembre de 2009