Se cumple un nuevo aniversario de aquel desgraciado 17 de noviembre de 1999 en que murió Carlos Eduardo «Cayayo» Troconis. Caminaba por Sabana Grande, tenía 31 años, nos cuentan impasiblemente las muy pocas crónicas, sin pormenores y de la misma manera como anunciarían el clima del día, y trato de pensar en las circunstancias que rodearon el hecho: cómo vestía, quién lo acompañaba, cuál sería su último pensamiento.
En ese lugar anónimo de nuestro perdido bulevar sabanagrense, que tantas veces habría recorrido sin parar Cayayo desde su juventud inquieta, su corazón (nada gris, por cierto) se antojó en detenerse para siempre, llevándose al otro lado una de las más vastas y originales propuestas musicales desarrolladas en este maltrecho país que nunca quiso dejar y que, al final, nunca le gratificó en vida; una injusticia que, lamentablemente, se prolongó con los supuestos homenajes tributados por hacedores de música que jamás habrían entendido sus creaciones: Dermis Tatú o PAN. Homenajes cuestionables en los que hubo algo de responsabilidad, para dolor e incredulidad de los viejos fanáticos, de algunos de los antiguos miembros de Sentimiento Muerto.
Durante algunos meses después de la muerte de Cayayo, se trató de recrear una época que ya se había perdido para siempre, y en medio de esa nostalgia descubrimos que no sólo desapareció Cayayo sino también la autenticidad que llegó a rozar nuestra música. No nos quedan, pues, más que las especulaciones de qué sería hoy el rock venezolano si Cayayo siguiese aquí; seguramente, no estaríamos tan llenos de pastiches de Korn. Especulaciones inútiles con las que tratamos de imaginar que Cayayo sigue todavía aquí, con su extraña figura y su voz airada y su guitarra de canciones como Terrenal, algo que ya no sucederá.